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¿Qué me ha enseñado la dirección de orquesta? La dirección de orquesta me ha ayudado, ante todo, a conocerme. A conectar con mi cuerpo, con mis emociones y con mi mente. Esa conexión a tres niveles —físico, emocional e intelectual— es esencial en la música. De hecho, creo que es una de las razones más importantes por las que todo el mundo debería aprender un instrumento: porque la música nos obliga a integrar todas las partes de nuestro ser de manera armónica y fluida. Como directora, cuanto mayor es mi propio alineamiento interior, más puedo facilitar a los músicos el suyo. Quien se sitúa frente a un grupo tiene el poder de influir, no solo a través de las palabras, sino también mediante su energía, su presencia y su lenguaje no verbal. Para mí, como directora, la orquesta ha sido con frecuencia un espejo de mi propio estado interior. Cuando no he creído en mí, he encontrado también dificultades frente a mí. El miedo, la inseguridad e incluso —o sobre todo— aquello que permanece en el subconsciente, se reflejan en las relaciones y en la energía que me rodea. Muchas veces he vivido conflictos externos que más tarde comprendí que eran proyecciones de mis propias tensiones internas. Reconocerlo y aceptarlo no es fácil, porque implica asumir una responsabilidad total por lo que sucede a nuestro alrededor. No solo por nuestras acciones, sino también por lo que pensamos, sentimos y decimos. En un papel de liderazgo esto es esencial: comprender que no solo nuestras decisiones, sino también nuestra presencia, nuestras palabras, e incluso nuestras emociones, tienen un poder creador. Todo lo que somos comunica, y todo lo que comunicamos crea realidad. Ese nivel de responsabilidad y autoconocimiento es, quizá, una de las lecciones más difíciles y más valiosas que me ha enseñado la dirección de orquesta. Creo que muchas personas que se acercan a este mundo lo hacen, de alguna manera, buscando un desarrollo personal o incluso espiritual. En mi caso fue así, aunque al principio no entendiera los pasos que debía recorrer. Vivimos un momento de grandes cambios, de incertidumbre y transformación. Pero también son tiempos fértiles para la consciencia: oportunidades para soltar lo que ya no se corresponde con nuestro propósito y reencontrarnos con lo esencial. Con este curso he querido ofrecer no solo los elementos técnicos —que he intentado explicar con la mayor claridad posible—, sino también una mirada personal y humanista. Mi intención es compartir una visión de hacia dónde creo que puede evolucionar el mundo de la música y de la dirección (no solo orquestal, sino también humana). Muchos deseamos un cambio en el mundo de la música, pero a menudo no nos atrevemos a expresarlo. Existe un miedo latente a las represalias, a “salirse del molde”. Yo he intentado concentrarme en construir mi propia visión de cómo me gustaría que fuera ese mundo: más abierto, más humano, más coherente con los principios mágicos de la música. Porque esos principios —los que nos fascinaron y nos hicieron dedicarnos a esto— deberían reflejarse en las personas que lo habitan y, a través de ellas, llegar a muchos más. Este proyecto nace de mi deseo de contribuir a una cultura musical más humana, más consciente y más conectada con la verdadera esencia de la música. En un entorno donde la perfección suele considerarse un ideal supremo, a veces olvidamos que el camino hacia ella —el proceso, la búsqueda— es tan valioso como el resultado. La perfección, en realidad, no existe; y cuando se persigue solo en el plano técnico, se corre el riesgo de perder la vida interior de la música. Por eso prefiero hablar de maestría: una maestría que abarca todas las dimensiones del ser. La maestría no se impone desde fuera hacia dentro. Nace desde lo más profundo de uno mismo y se manifiesta hacia afuera, de forma natural, como una expresión auténtica de lo que somos.
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